Que nunca se apague
Me veo con la edad de la primera vez
cuando el amanecer era un ejército de caricias
desfilando en tus manos.
Cansada de ver la sombra de mis pies viajeros
entre cuerpos de silencio,
llegué a ti por el camino más largo.
Por azar o por destino.
Sangrando a cada paso.
Mi amor sangrado.
No hay divorcio entre mi alma y mis recuerdos,
la razón o el desvarío, cuando respiro el antiguo bautizo
de nuestro aliento.
Una boda cada abrazo; tórrida ofrenda de ojos y labios.
Tú mi alimento, mi campo recién regado.
Tú mi sacramento sagrado.
Solemne en esta cima extiendo mis brazos.
A pesar de los años, sigo buscando despertares
en tus manos.
Te respiro, te melodio, te verso.
Es tu cuerpo y el mío un destierro bendecido,
un camposanto sin funerales ni sombrías
coronas de flores.
Entierro mis rodillas en esta tierra que huele
a tu dios inmarchitable. Y murmullo una plegaria
enredada en la hierba fresca de tu pelo:
que no se apague la luz, que nunca se apague.
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