domingo, 14 de febrero de 2016



Hojas secas


El silencio es un rugiente martillo de seda,
una guitarra que mira con sus ojos huecos.

Cierro la puerta del recuerdo.
Destierro para mi destino.

Aquí yace una mujer de confesada herida.
Nadie quiere mis huesos
cuando te sueño en versos doloridos.

Te reconstruyo miembro a miembro.
Y mi zozobra se ahoga en tu vientre pretencioso.

Un aroma de jazmín se reconoce entre mis dedos
abiertos antes a los milagros
cuando la tierra ofrecía pruebas 
que vencía ligera a lomos de tus labios.

No soy, sin embargo, en la vigilia
más que una arrugada margarita
en manos de un soberbio.

Me alimento de hojas secas,
cientos de esqueletos que cubren de yesca
la frescura del deseo.

La vida no es sino apetencia
que busca apoyar su hombro
en una nueva alegría.

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Una luz, una brisa, un suspiro.
Maté lo pequeño
por regresar a mi muchedumbre de hábitos sin gloria.
Yo, que del abismo fundaba un deseo
yo, que liberaba los cuerpos de sudarios
para velarlo todo
desde un pétalo a unos brazos.
Mi sangre se coagula en esta luna sin anillos.
Lamo el hueco de mi celda
donde las palabras suenan a lluvia.
Tiemblo.
La noche quiere amanecer
en el silencio rutinario en que ardo
y ni una legión de dioses puede aquietarme como tu olor
voraz de tierra mojada.
El viento medita
sobre el anhelo estéril de no morir
y yo muero por morir besando atropelladamente en la boca
a la primavera.
¡Cómo se amaban nuestras risas de amapolas!

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