Bendito sea
cuyos brazos de agua envuelven la recia arcilla
de una mujer coronada.
Que no se pregunta si Dios existe
porque ha encontrado la única exactitud sagrada.
Que llora de impotencia
porque su ávida lengua
no la siente nunca poseída.
Bendito sea el hombre
que acepta su misterio de cielo y de infierno.
Que en muerte se derrama sobre su piel
y en vida alumbra su cama.
Que inventa un alfabeto
para nombrar el color de sus pechos
cuando los cubre el alba.
Bendito sea el hombre
que descubre en su húmeda agonía
el temblor de la música y la llama.
Que batalla en sus esféricos mares
engendrando lágrimas de violín, delicadas.
Que viaja un millón de años
en busca del remoto astrolabio
que le guíe por sus estelares fallas.
Bendito seas
si hallas el respiro del tiempo en su sangre.
En su soplo de luz. Y a oscuras.
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